lunes, 13 de agosto de 2007

apaches. Redbone



Un buen día, cuando Padre Sol estaba alto, abandoné mi puesto de contable en una deprimente compañía de seguros de Kentucky sin importarme lo que pudiera pasar. Alfred Edwards Randson era mi nombre en aquel tiempo de desdichas civilizadamente urbanas. Ahora soy otro. Nací rostro pálido y viví las miserias del hombre blanco hasta que ya no pude aguantar más. Ahora debería sentirme orgulloso de ser un apache más entre los apaches, pero...

De manera absolutamente irracional, sin siquiera intuir cual podría ser mi destino, escapé del horror burocrático de la oficina de Kentucky. Escapé de la aniquiladora erosión cotidiana. Fue la espantada de un renegado.


Unas profundas entradas avanzaban inexorablemente desde la frente. Cráneo arriba, aquellas calvas amenazaban con despoblar una envidiable y frondosa cabellera. Las alopécicas vanguardias capilares anunciaban un declive biológico más profundo. Empujado por el miedo de que la rutina me arrancara el cuero cabelludo, me lancé a respirar el último aliento de la juventud. Salí en busca de la aventura. Vendí todo lo que tenía, compré un caballo y cabalgué hacia esas grandes y salvajes praderas en las que dicen que el hombre es libre.

Y encontré lo que buscaba.

Mi pasado de hombre blanco ya no tiene importancia. Llevo más de diez años viviendo con los apaches y aquí soy feliz. No fue fácil que la tribu de Búfalo Prudente me aceptara como uno de los suyos. Me sometieron a pruebas terribles. Tuve que sobrevivir solo en el bosque durante un mes sin más compañía que mi cuchillo. Más allá de la colina donde los espíritus reposan, cacé un puma con el arco y las flechas. Bailé con los pies desnudos la danza de Padre Coyote sobre las brasas de la hoguera. Maté una serpiente de cascabel con un palo. Trabajé en el campo con las mujeres durante todo el día y me emborraché con los guerreros de la tribu durante toda la noche. Con mucho esfuerzo y tesón, aprendí el oficio de piel roja.

El poblado agrupa a cincuenta familias apaches. Veinte hombres de respeto forman el consejo de ancianos. Setenta y tres guerreros cazan y defienden a la tribu. Cuarenta y cuatro mujeres faenan en el campo y atienden la vida doméstica. Más de una veintena de niños juegan y corretean por todas partes. Soy uno de ellos. Desde que fui aceptado en la tribu del jefe Búfalo Prudente, mi nombre es Castor Alegre.

El campamento está a muchas lunas y millas de los territorios donde Jerónimo hace la guerra con los casacas azules. La tribu del jefe Búfalo Prudente tiene una existencia pacífica. La caza de los guerreros y las faenas agrícolas de las mujeres alimentan a la tribu. También tiene importancia una cierta economía de intercambio con los colonos blancos asentados en las cercanías. Los blancos nos compran pieles de búfalo, caballos salvajes y caza menor.


Como soy el único en toda la tribu que sabe de números, mis hermanos apaches me han hecho responsable de un ábaco y se fían de mí. Hago el recuento las mercancías, peso el género y tasó las transacciones. Es un trabajo fácil y dispongo de mucho tiempo libre. Los días son largos y las noches eternas. Me gusta cabalgar con Puma Intransigente, hijo primogénito del jefe Búfalo Prudente, pero también disfruto sin hacer nada al lado de mi familia. Tengo todo lo que necesito. Mi squaw, Hahauak Kuita, me ama y me cuida con celo. Mis dos hijos, Tomahuok y Anahaíta, un chico de ocho años y una niña de seis, me quieren y respetan. Soy feliz y estoy satisfecho, pero se me ocurren ideas insanas.

Creo que soy capaz de engañar a los míos.

*

No he podido evitarlo, he hecho trampa en las cuentas. Los colonos blancos han venido canjear once fardos de pieles de búfalo por seis sacas de maíz y tres galones de whisky. Las negociaciones del trueque han sido largas, pero, finalmente, he conseguido distraer un fardo de pieles, una saca de maíz y un galón de whisky. Ninguna de estas mercancías me es necesaria, pero he robado por el simple placer de robar.

Después de cometer tan impulsivo e innecesario delito se me acaba de caer encima el verdadero problema: ocultar lo robado. El fardo de pieles de búfalo lo he enterrado en una arboleda próxima al poblado. La saca de maíz la he escondido entre las rocas. El galón de whisky, disimulado tras unas zarzas, lo he dejado en mitad del campo.

Sé que soy un traidor. Traicioné a los blancos y ahora traiciono a los pieles rojas.


Me aterroriza que algún guerrero pueda encontrar casualmente mi botín.
La espera me está volviendo loco.

Al fin, mi squaw y mis dos hijos han salido al monte, para buscar la hierba que cura la calentura. Nuestra tienda está sola y vacía.

Lo he traído todo. He cavado hondo y al fondo del hoyo he dejado caer el fardo de pieles de búfalo, la saca de maíz y el galón de whisky. Luego, con una furia demente he pisoteado la tierra para aplanarla y he cubierto el suelo de la tienda con las pieles de cabra.

Todo ha salido bien, pero mi tesoro no vale nada. Sigo siendo un rostro pálido. Y esta evidencia me duele en secreto.


Febrero de 1993

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