miércoles, 6 de julio de 2011

Enrique Morente, sobre la nevada












Empieza el llanto
de la guitarra.
Se rompen las copas
de la madrugada.
Empieza el llanto
de la guitarra.
Es inútil callarla.
Es imposible
callarla.
Llora monótona
como llora el agua,
como llora el viento
sobre la nevada.
Es imposible
callarla.

Poema de la guitarra. Federico García Lorca


No se me va de la cabeza la imagen y la voz de Estrella Morente cantándole a su padre muerto, con su hermana Soleá postrada de rodillas ante el féretro, con la madre Aurora agarrada a la caja, con la abuela echando adelante los brazos y toda el alma para socorrerlas. No puedo encontrar otro momento en que la televisión haya recogido el flamenco con tanta veracidad, con esa carga de profundidad sobre el ser humano. Pocas músicas están tan comprometidas con el dolor humano como le ocurre al flamenco. Pero el flamenco, que al otro lado tiene el júbilo de la fiesta, es tantas emociones como pueda tener la vida, donde cabe  ese  infinito imposible que es la muerte.

Así como esa imagen de la última despedida a Enrique me martillea, me vienen a la cabeza muchas otras imágenes y sensaciones de conciertos suyos en los que he sentido lo más conmovedor que se pueda sentir viendo y escuchando a un artista. También me vienen conversaciones con Enrique, que era un gran conversador, que avanzaba las palabras sin miedo a llegar, como las mareas suben o se retiran, o como un nadador queriendo llegar a los medios, sin aspavientos y glorioso. En esas conversaciones de mañana, tarde, noche y madrugada –es decir, casi siempre-, Enrique se revelaba todo un filósofo, como un hombre  amante de las paradojas, que se desdecía de lo dicho para reafirmarlo. Flotaba ese pensamiento suyo tan liberador: “Nunca seré esclavo de mi propia palabra”. No le temía a ponerse en cuestión a sí mismo. Pero era firme en sus acciones,  con la duda siempre en el pensamiento: “¿Nos estaremos equivocando?” No le importaba enfrentar el desastre, lo que fuera antes que la banalidad. La voz de Enrique, siempre infinita, incluso cuando no cantaba.

Me pierdo en un recuerdo para bien. Hace ya no sé cuantos años fui con José Manuel Gamboa a Granada para hacer una entrevista a Morente. Debía ser el inicio de unas pláticas que habrían de dar vida a un libro. Luego eso se malogró como tantas otras cosas que se quedan por ahí, cortando pelos en aire. Pero el viaje tenía también otro motivo raro para mí: íbamos a casa de Enrique para tratar de apaciguar los ánimos entre dos personas enfrentadas por un problema grave, tan grave que podía intervenir la justicia con sus ropones y condenas. La historia se solucionó, no viene al caso entrar en ella, pero en aquel momento nos tenía acongojados. Fuimos a casa de Enrique pensando quizá que  su sola presencia bastaría para curarnos. En esa reunión Morente apenas dijo nada. La escena se me dibuja ahora como un cuadro un poco monstruoso a lo Francis Bacon, todos como bultos embutidos en una emoción paralizante. Y en esas manchas tan llenas de energía informe distingo la mirada de Enrique, y la mía también. Los dos estábamos sentados a los extremos del mismo sofá. Las miradas perdidas en dirección al fondo y a la izquierda del salón, donde estaba el piano. Más que esta pintura de Bacon, yo temía que fuéramos a encontrarnos dentro de ese otro cuadro de Goya, “Duelo a garrotazos”, con los dos españoles enterrados hasta las rodillas y blandiendo el palo de  la sinrazón. Pero ocurrió que ya en el sitio de la verdad, las cabezas estaban gachas. Los ojos velados por la vergüenza. Fuera como fuere, hubo arreglo por las buenas. Y a los muchos títulos con los que a lo largo de los años he adornado a Enrique Morente –es posible haya asistido a más de un centenar de conciertos suyos– en los papeles, añadiría el de Enrique el Sereno.

Acabada la reunión del lío, salimos de la casa de Enrique ya bien entrada la noche. Estaba nevando en Granada. Bajamos serpenteando por el Albaicín. Todavía duraba la perturbación. Buscando el alivio del aire frío, bajo la nevada, este periodista, con su grabadora en el bolsillo, bajaba por el Albaicín como pollo sin cabeza. Llegamos a uno de esos sitios para noctámbulos donde le gustaba parar a Enrique, pedimos copas, encendimos la grabadora y comenzó la entrevista. Todo iba bien, pero la tensión persistía. No es fácil limpiar el espíritu de algunos ruidos del sistema nervioso. En el fragor de las muchas cosas interesantes que decía Enrique, la presión aflojaba. Y no sé porqué –quizá desde   la última torre lo sepa Miguel Candela–, pero se me ocurrió preguntar sobre la afición de quedarse hasta las tantas jugando al ajedrez.

“Me va muy bien el ajedrez por la noche –enhebró Morente–. Cada uno lleva el carro a su manera.  Yo, la verdad, tengo ganas de jugar una partida al ajedrez fresco, sin humos, sin bocinazos... Eso debe ser…”.

Enrique jugaba sin reloj. “Soy un jugador, de segunda, no, de quinta. Pero me gusta el ajedrez porque se mete uno tan dentro del juego que se olvida de todo lo demás. Es un juego que te permite aislarte totalmente del resto del mundo y te hace olvidar todo a cambio de nada.”

Y siguió: “Es muy cruel al mismo tiempo este juego. Cuando pierdo, me acuerdo de la letra esa que dice: “Pérdidas que aguardan ganancias, son caudales redoblaos. Estoy tan hecho a perder que cuando gano me enfao”. Esa letra me ha enseñado muchísimo. Procuro tomarme el ajedrez de una forma desenfada, aunque no me gusta perder nunca. Me gusta ganar, perder me sienta fatal. He jugado mucho en Sevilla con Isidro Sanlúcar, que estaba cuidándome por todos los lados, pero jugaba  al ajedrez conmigo porque sabía lo muchísimo que me gusta. Yo le decía ‘Isidro, por favor, no me vayas a ganar esta noche que mañana no me van a salir bien las alegrías. Haz el favor de jugar hoy con un poquillo más de cuidao’. Y él me contestaba: ‘Oye, Enrique, no jugamos, ¿eh?’. Y no jugábamos.”

Esta reflexión nos limpió. Y tan a gusto estábamos, con Enrique volviendo a decir que lo único que sabía cantar era flamenco. Y un señor amigo suyo, un espontáneo de la parroquia noctámbula, terció que Enrique cantaba maravillosamente a Sinatra. Y seguimos hablando y hablando y hablando. Y pasó lo que pasa, lo que pasaba con Enrique, que los sitios tienen que cerrar porque los cantineros tienen que marcharse a dormir en algún momento. A punto estaban de darnos las claras del día, de que viniera el sereno, de que resucitara uno de aquellos gallegos del chuzo, el trajín de llaves y la gorra de plato. La nevada seguía cayendo. Y salimos a la amanecida de Granada. Seguimos serpenteando, conversando y conversando, andando y andando, nevando y nevando. Morente era un caminador portentoso. Esa sensación interior de la nieve cayendo, esa la placidez del Albaicín con los copos de agua helada bailando entre las palabras, toda aquella experiencia fue algo mágico, uno de los momentos más gratos que recuerdo, una suerte de disolución en la gloria de la conversación. Sucedió gracias a Enrique Morente. Me hace mucho bien volver a ese sitio.

Un sereno se dormía
en la cruz blanca del barrio
un sereno se dormía
y la cruz le daba voces,
sereno, que viene el día.

Publicado en "Libro de Morente". Boronia. Especial Flamenco Volumen II, Junio 2011

1 comentario:

Floribunda dijo...

¡Qué bonito! Pedro Calvo, eres el mejor.